Arde el mar

Pavese

IX

La casa de Oreste era como una terraza rosácea y áspera y dominaba, en la granb luz, un mar de valles y barrancos que hacía daño a los ojos. Había corrido durante toda la mañana por la llanura, una llanura que conocía y, desde la ventanilla, había visto las herumbrosas arboledas de mi infancia, espejos de agua, ocas, prados. Pensaba en ello todavía cuando ya el tren corría ligero entre escarpados abruptos donde había que mirar hacia el alto para ver el cielo. Entre bochorno y polvo me encontré en la placita de la estación, los ojos llenos de lomas calcinadas. Un grueso carretero me mostró el camino. Debía subir, subir, porque el pueblo estaba arriba. Arrojé la maleta al carro y, al paso lento de los bueyes, subimos a la misma marcha.

Llegamos arriba por entre viñedos y rastrojos secos. A medida que las vertientes se ensanchaban a mis pies, distinguía nuevos pueblos, nuevas viñas, nuevas cuestas. Pregunté al carretero quién había plantado tantas vides y si bastaban los brazos para trabajarlas. Él me miró con curiosidad; hablaba intentando saber quién era yo. Dijo:

- Las viñas han estado siempre, eso no es como hacer una casa.


El diablo sobre las colinas

No hay comentarios:

Publicar un comentario